El amor humano tiene en común con el amor animal, que en ambos, se da un fenómeno indescriptible: las emociones. Pero en el caso del hombre y de la mujer, el amor no se reduce a eso. Lo sobrepasa, lo trasciende, hasta el punto de que, aunque no estén presentes las emociones, el amor continúa aunque haya desaparecido el entusiasmo inicial.
No es sentimentalismo que unos padres pasen la noche despiertos, haciendo vela al hijo enfermo. Quizá estén sufriendo más que él y le sustituirían a gusto, si eso fuera posible.
La relativa frecuencia con que se dan fracasos en el amor, -divorcios, infidelidades, trifulcas pasionales-, se originan en que los protagonistas se empeñan en fijarse sólo en un aspecto del amor, o en un aspecto parcial del modo de ser del otro, y lo magnifican. No se dan cuenta de que el amor es un vínculo que tiene su origen en la voluntad. Con ella, la persona decide comprometerse de por vida con la persona amada. Por eso en el matrimonio, el pastor, el sacerdote o el rabino, son sólo testigos del compromiso nada más.
Para casarse basta que los protagonistas lo quieran y reúnan las condiciones mínimas de madurez. Es una decisión, no un estado emotivo, inestable y efímero. Es algo sólido que permanece hasta la muerte. "Es que mi esposa (o) ya no me da nota. Ya no existe el amor que nos unía. Ya no nos queremos". Lo que ha fallado es la madurez de uno u otro, pues se han focalizado en un defecto que quizá la otra persona ya tenía cuando se casaron, pero que no se había manifestado en toda su crudeza.
Es entonces cuando se pone a prueba la lealtad que se ofreció al principio. Al no ver al otro como un todo, con virtudes y con defectos, exageramos la importancia de una carencia y "el árbol no nos deja ver el bosque".
Estamos como los caballos con gríngolas, que se focalizan en ver la realidad sólo desde un ángulo, verdadero quizá, pero insuficiente. Tomamos la parte por el todo, y nos equivocamos de raíz.
Cuentan que un señor mayor fue a sacarse sangre en un laboratorio. La enfermera que lo atendía lo vio preocupado e impaciente mirando al reloj y le preguntó por qué. Él contestó que tenía que visitar a su esposa que estaba en un ancianato con una enfermedad del sistema nervioso que le impedía reconocer a los demás, incluso a él, su marido.
La enfermera insistió en que si no lo reconocería ¿para qué el apuro? Total, daría igual que llegara puntual o no, a un encuentro transitorio y meramente formal. -Sí, contestó el viejo. Ella no sabe quién soy yo, pero yo sí sé muy bien quién fue ella. No es la belleza física la que origina el amor. Es un elemento más, pero no es, ni mucho menos el más importante, o la raíz del vínculo. Son más importantes las virtudes, las cualidades personales, que nunca serán opacadas por los defectos.
En una encuesta infantil realizada hace varios años sobre lo que es el amor contestaron: "Cuando mi abuela se enfermó de artritis, ella no se podía agachar para pintarse las uñas; mi abuelo, que también tenía artritis, se las pinta todos los días". Y otro: "Amor es cuando mi mamá ve a mi papá sudado y hediondo, y le dice que es más bello que Robert Redford".
No es sentimentalismo que unos padres pasen la noche despiertos, haciendo vela al hijo enfermo. Quizá estén sufriendo más que él y le sustituirían a gusto, si eso fuera posible.
La relativa frecuencia con que se dan fracasos en el amor, -divorcios, infidelidades, trifulcas pasionales-, se originan en que los protagonistas se empeñan en fijarse sólo en un aspecto del amor, o en un aspecto parcial del modo de ser del otro, y lo magnifican. No se dan cuenta de que el amor es un vínculo que tiene su origen en la voluntad. Con ella, la persona decide comprometerse de por vida con la persona amada. Por eso en el matrimonio, el pastor, el sacerdote o el rabino, son sólo testigos del compromiso nada más.
Para casarse basta que los protagonistas lo quieran y reúnan las condiciones mínimas de madurez. Es una decisión, no un estado emotivo, inestable y efímero. Es algo sólido que permanece hasta la muerte. "Es que mi esposa (o) ya no me da nota. Ya no existe el amor que nos unía. Ya no nos queremos". Lo que ha fallado es la madurez de uno u otro, pues se han focalizado en un defecto que quizá la otra persona ya tenía cuando se casaron, pero que no se había manifestado en toda su crudeza.
Es entonces cuando se pone a prueba la lealtad que se ofreció al principio. Al no ver al otro como un todo, con virtudes y con defectos, exageramos la importancia de una carencia y "el árbol no nos deja ver el bosque".
Estamos como los caballos con gríngolas, que se focalizan en ver la realidad sólo desde un ángulo, verdadero quizá, pero insuficiente. Tomamos la parte por el todo, y nos equivocamos de raíz.
Cuentan que un señor mayor fue a sacarse sangre en un laboratorio. La enfermera que lo atendía lo vio preocupado e impaciente mirando al reloj y le preguntó por qué. Él contestó que tenía que visitar a su esposa que estaba en un ancianato con una enfermedad del sistema nervioso que le impedía reconocer a los demás, incluso a él, su marido.
La enfermera insistió en que si no lo reconocería ¿para qué el apuro? Total, daría igual que llegara puntual o no, a un encuentro transitorio y meramente formal. -Sí, contestó el viejo. Ella no sabe quién soy yo, pero yo sí sé muy bien quién fue ella. No es la belleza física la que origina el amor. Es un elemento más, pero no es, ni mucho menos el más importante, o la raíz del vínculo. Son más importantes las virtudes, las cualidades personales, que nunca serán opacadas por los defectos.
En una encuesta infantil realizada hace varios años sobre lo que es el amor contestaron: "Cuando mi abuela se enfermó de artritis, ella no se podía agachar para pintarse las uñas; mi abuelo, que también tenía artritis, se las pinta todos los días". Y otro: "Amor es cuando mi mamá ve a mi papá sudado y hediondo, y le dice que es más bello que Robert Redford".
Fuente: eluniversal.com/Oswaldo Pulgar Pérez /La Verdadera Belleza